martes, 28 de septiembre de 2010

Mitología del Extremo

Aforismos Escogidos

Jesús Lara Sotelo

Prólogo de Rufo Caballero

Edición de Autor Corrección: Ernesto Sierra Diseño interior y cubierta: Eduardo Baguer Ilustración de Cubierta: “Todo laberinto tiene una ideología represiva” por Jesús Lara. Ilustraciónes: Jesús Lara ©2010
http://www.jesuslarasotelo.es
lara@cubarte.cult.cu

A la memoria de Eladio Reyes Arias: Mi maestro, el entrañable conciliador de los imposibles…


Del autor:


“Resultado de mi cualidad de escudriñar las cosas más profundas lo mismo que desgarradoras de la existencia, me ha hecho guardar un tortuoso silencio y le he concedido una falsa concepción de infracción y misticismo […], es por lo que hoy arrojo una mirada ‘insubordinada e intempestiva’ sobre aquel y este tiempo, y me permito ineludibles cosas que un tiempo considere ‘improcedentes’, no veo ya la razón para tener oculto mi pensamiento. Yo admito y acepto que la verdad en determinadas cosas es nociva, lo digo en el perfil y sentido de lo social, emocional y espiritual, y que la verdad puede destruir muchas cosas, pero deteriorar y destruir forma parte del deber del humano, que ha comprendido que el mejoramiento es la meta definitiva a la que debemos y podemos aspirar, tanto como ser útil y edificar, además “¿Qué sentencias podrían actualmente ser comprometidas, cuando ya casi nada arde en hogueras inteligentes?” Y aun cuando fuesen difíciles y demoledoras, es beneficioso que se desacrediten muchas cosas para poder erigir grandiosamente. Asimismo hay que tener el celo de preferencia por las cosas que ahora atemorizan a la humanidad; poseer la valía de las cosas denegadas: es preciso estar persuadido por las vicisitudes. Hay que intentar transformar la experiencia, tener nueva aptitud de revelación y nueva conciencia de la espiritualidad, hay que conservar el frenesí propio; hay que respetarse a sí mismo, ofrendarse a sí mismo, con absoluta responsa¬bilidad, rigor y cierto aire de enigma para consigo mismo…
De eso trata este libro, no de una mera organización de sentencias con continuidad temática, ni de una demostración subyacente de capacidad, síntesis y que si bien existe, no se reduce a ésta, sino que apela a la profunda invasión de utopías y enterezas. Sin más dilaciones, que no sean la del propio clamor de papel, que los guiará a las extemporáneas, arduas, sublimes y estremecedoras considera¬ciones de la “Mitología del extremo”.
Jesus Lara Sotelo




EL HOMBRE MORAL


El aforismo es a Lara lo que el aleph al laberinto. No quiero comenzar haciendo aforismos, como él mismo; pero creo que la idea es exacta.
Jesús Lara se proyecta, en el horizonte cultural cubano, como un artista, un hombre pleno, necesitado de la comunicación, de canales que le permitan compartir su mundo de emociones, percepciones y nociones con los demás, fuera del menor prejuicio o linde académico; distante de la menor prevención en cuanto a géneros y formatos. A gusto escribí “necesitado de canales”, y no de un canal. Lara se expresa en cuanto medio tiene a mano, o en la cabeza, y viaja de una posibilidad a otra con una organicidad envidiable. Resulta curioso que los años más recientes de la cultura cubana han visto florecer este tipo de creador total, o interdisciplinario, o multiforme, alejado del gremio, de la pandilla, de la única opción gregaria. Amaury Pérez escribe novelas, Jorge Perugorría y Alberto Pujols pintan, yo mismo me he pasado a la narrativa luego de varios libros de ensayo; pero en Lara la inconformidad ha estado siempre. Es inconcebible Lara sin esa mutación de géneros y convenciones, que él despliega como le venga en gana.
Ha adquirido un rápido prestigio como paisajista, a partir de una distinción: el paisaje como metonimia. El paisaje físico, la maleza, la vegetación intrincada, como expresión de otra cosa: los pasadizos mentales, los recovecos del alma, las veleidades del sentimiento y la pasión. Pocas veces, en la historia del arte cubano, lo físico, por virtuoso o exhaustivo que se quiera, ha servido de tal forma a la profundización en otra cosa, de naturaleza conceptual, poética, psicológica. En los últimos tiempos, la superficie bidimensional ha dado paso a todo tipo de experimentación con soportes y medios; experiencias volumétricas, instalaciones, intervenciones, etc. Entre Lara y el mundo no existe una sola pared convincente como para apartarlos, como para impedir que se entreveren y confundan. Parale¬lamente, durante todos estos años, han estado los poemas de Lara, que delatan –si no es que los paisajes lo hacen ya- una sensibilidad atormentada y pantagruélica, voraz en relación con el conocimiento y sobre todo con la espiritualidad; poemas que sancionan con cariño, en la medida en que ofrecen una visión sobre la conducta humana cargada de nobleza y de perplejidad ante la torcedura del universo.

No creo exagerar, ni aventurarme demasiado, cuando diga que, a pesar de los innegables valores de toda esta producción de Lara, lo mejor de su creación está en el aforismo, ese género difícil, filoso, para el que se precisa una agudeza y una capacidad de condensación extremas. Es posible que cualquiera pueda hacer un discurso; pero difícilmente cualquiera puede construir una sentencia valiosa, suficientemente breve y perspicaz, en un sentido moral o doctrinal que no resulte moralista o estrecho, que no incurra en el lugar común
o en la adivinación de Perogrullo. El aforismo, el epigrama, el haiku, son algunos de los géneros literarios más difíciles; donde han salido airosas inteligencias mayores como las de José Martí, Konstantinos Kavafis o Richard Wright.
¿Por qué considero que los aforismos son la cumbre creativa de Lara? En segundos empiezo a explicarme con razones espero que convincentes; pero tendría que hacer, antes, una confesión de rigor. Esto lo dice alguien tan barroco como Lara; alguien que, por lo mismo, aprecia sobremanera el minimalismo. Precisamente porque no se me da. Soy un escritor de muchas palabras; en todas direcciones, muchas palabras. De forma que nada me resulta tan lujoso como la brevedad elocuente: me encanta el cine minimalista, la sonata, el poema breve, la sentencia genuina que no es latiguillo pedestre o tonto. Adoro lo que no puedo tener; lo que se me escapa; lo distinto y que me parece particularmente bueno. Confieso entonces que, de entrada, hay un prejuicio a favor de los aforismos de Lara: la tentación de aplaudir aquello que, siendo diferente, resulta magnífico. Pero ese sería un argumento banal: Si los aforismos de Lara no fueran buenos, resuel¬tamente buenos, me iría con mi ansia de síntesis a otro lado. La cosa está en que, además de pertinentes para la mirada barroca, son tremendamente eficaces en lo literario y lo filosófico.
Creo que los aforismos acaban de evidenciar que Lara es filósofo en primera instancia. Luego, por extensión, es poeta, pintor, escultor. El tronco es la filosofía; lo demás son como ramas de algún paisaje suyo: proliferaciones, variaciones. Lara es, raigalmente, un filósofo, y los aforismos lo entregan pues como vino al mundo: desnudo y con la Biblia como paraguas.

No hay Lara sin moralidad, sin aspiración moral. Pero no en el sentido sentencioso de quien sanciona, separa el mal del bien, o castiga con la palabra. No. Eso escaparía, en él, a un criterio muy asentado alrededor de la humildad, de la austeridad. Me refiero a la moralidad en el sentido de la sensibilidad que se conduele luego de observar; de observar mucho, y de poder devolver un repertorio de actitudes y comportamientos que estructuran un tratado sobre la condición humana. Lara esculpe, en sus aforismos, su Comedia humana; una sistematización del trayecto del hombre sobre la Tierra que no se contenta con la descripción, la anécdota puntual o la valoración intransigente. Lara medita sobre todo aquello que ha observado durante años y que le suscita lo mismo rechazo y crítica que devoción y sensación de belleza. Su sujeto es un hombre moral, que pasa siempre por el filtro de la ética, un prisma no divorciado de la religión, si bien tampoco reducido a esta.
Los aforismos de Lara no son ajenos al cristiano que vive en él, pero como todo religioso, como todo artista, como todo hombre, practica un credo que permanece en debate perenne. Esto es, un cristianismo de la bondad, de la generosidad, donde no dejan de existir vacilaciones, retractaciones, matizaciones, herejías, morbosidades, desparpajo. En una palabra: donde no deja de latir la vida. Reparen en esta sabrosa y humana claudicación: “La bondad perenne es insoportable”. Porque es un hombre maduro, un escritor curtido; porque es un hombre vivo, sabe Lara que no hay vida, ni fe, sin pecado. Lo que sazona la existencia de un gozo acariciable no es la prescindencia del pecado; es, en todo caso, la sabiduría de controlar el pecado, de subordinarlo y no permitir que lo subyugue a uno hasta la sinrazón. Todos estos “desvíos” son sin embargo convocados a un ápice que trenza: la honestidad y la convicción del juicio. En estos aforismos, que ocupan veinte años en la vida de su autor, y que pertenecen a libros como Status Quo, Zoología humana, Sarcasmo Exegesis del referéndum
o vergel del castigo, Babel y la demagogia de los espejos, Mitología del extremo, y Vestigios del remedio, se descubre la inteligencia del

hombre que ha vivido mucho, que no ha perdido tiempo, y que ha sabido exprimir un aprendizaje tenaz de cada vivencia. Lara tiene, en la prosa poemática de los aforismos, la sabiduría de un anciano reposado, y las vibraciones febriles de un adolescente apresurado. Vivacidad y sedimento, amalgamados, agolpados con suntuosidad.
Un civismo que reclama, que apela a lo mejor que ha podido ser el hombre, recorre estas páginas. Desde las observaciones más elementales, hasta las más elaboradas filosóficamente. Entre las primeras, las no menos sagaces: “Los seres humanos sobreviven tranquilos si se les mantiene en las arcaicas representaciones de la supervivencia”, o “La infalible esencia del hombre aparece en las circunstancias cruciales”. Se necesita un cuerpo que sostenga un alma; una mesa que sostenga una casa; una economía que sostenga un país. Claro que sí. ¿Somos dichosos o desdichados aquellos que pasamos sobre semejante verdad como un templo? ¿Somos necios o geniales? ¿Somos mártires? Yo por lo menos no lo sé; Lara al menos nos dice que nosotros no conseguimos sobrevivir tranquilos. En la Biblia reza que la sabiduría supone mucho dolor. Y en cuanto a la segunda, en efecto, la esencia del hombre aflora en los momentos determinantes, en las situaciones límite, donde la ira, la soberbia o la temperancia hablan por cualidades o carencias más profundas.
La humildad y la sobriedad de la vida, frente a la vanidad y la ostentación, son valores que importan enormemente al mundo moral de Lara, quien llega a ver al cordero como “sumo paradigma de humildad. Se somete a todos los otros animales, pero nótese que cuando es arrojado por el hombre a la jaula del león para servir a este de alimento, se entrega a él, como a su legítima madre, y tan mansamente que se ha visto en muchas ocasiones al aterrador león negarse a matarlo”. Es esta una fábula hermosa, sin la menor duda, con ecos en la historia cultural, que se pierden como una resonancia grácil y oportuna.
Cada día el hombre es más bestia y menos cordero; más fiera y menos dador. Lara no puede con la arrogancia y la impudicia. No sin gracia se pregunta: “¿De qué están atiborrados los sepulcros?”, para responderse categórico: “De hombres indispensables”. Por consiguiente, “ser imprescindible es una vana ofuscación”. Pretender la trascendencia es para Lara una presunción trivial, cuando nos habla, con una sinceridad pasmosa, sobre la falibilidad, sobre la vulnerabilidad de la condición humana. En otro lugar nos dice: “Perdono la traición y al traidor, porque, a pesar mío, la reconozco, y empero de ello, traiciono”. Esa apreciación en forma de confesión resulta lo mismo trágica que bella, siempre que penetrante y acuciosa: La conciencia del error no exime de su satisfacción cabal y terca. No es otra la humanidad; el error está en la base del menor aprendizaje. No hay forma de crecer que pueda prescindir del error, del equívoco; de la traición incluso.

Pero así como nos equivocamos nosotros, se equivoca el mundo: “El mundo nos reprende por nuestras virtudes. Sólo perdona sinceramente los errores, porque ellos no cuestionan su incapacidad”. O sea, muchas veces el mundo nos responde desde su propia vanidad, y apenas puede percibir nuestra caída, para, además, perdonarla, como quien salva de la muerte inminente al cordero generoso y sabio. Si Lara no aprueba la insolencia de la megalomanía, no admite tampoco la indolencia de la envidia, el desamor de quienes se aprestan a aprovecharse de las debilidades de los demás.
Nuestro autor reúne un repertorio de advertencias con el que queda compendiada la condición humana, en un retrato asolador y esperanzador en la misma medida que aleccionador desde la evidencia lúcida. Al decirnos que “quien tanto suplica y agradece, se está despidiendo”, señala el peligro de la humillación, la condena natural de la sumisión. Esto, a pesar de que en algún otro momento sea capaz de ver la condescendencia del humillado como una posible virtud. El lector ligero pudiera considerar las contradicciones de los aforismos como inconsecuencia imperdonable; yo las veo como pensamiento complejo, como la capacidad de ver no de un solo lado. Como la opción de escapar del túnel y comprender que lo bueno no es necesariamente lo que coincide con uno; como la honestidad de confesar que aquello que me parecía terrible en 1985, pudo parecerme amable veinte años después, y lo contrario. El mundo no está en un puño; es multiforme, cambiante, como movible es la percepción del artista, quien aprende y se levanta, a la par que cualquier hombre.

En otra de las sentencias, el autor se refiere, casi a hurtadillas, como quien, socarronamente, pide perdón, al placer, humano, de la venganza. La venganza y la revancha son mezquindades que se revierten contra quienes las profesan, no contra quienes las reciben, ya lo sabemos; pero, concedámoslo: qué placer reportan en ocasiones. Lo reconoce el autor: “…Ciertamente ya no sufro demasiado, pero cuando lo hago, invariablemente, es para no vengarme”. Casi no se puede contener la propensión humana a la venganza; de ahí quizás se expliquen tantas películas gringas a propósito, no obstante el convencimiento generalizado sobre su impertinencia.
Saludable sería aclarar, en este punto, que escribe Lara pero no necesariamente “habla” Lara. Lara, con sus aforismos, crea “una voz de papel” que puede coincidir con eso que en este texto he nombrado su civismo, mas no necesariamente. Esa voz de papel tiene su independencia, retoza. La relación del autor con la voz puede ser irónica; incluso por inversión o reversión. Con esto aclaro que de los aforismos podemos inferir un retrato psicológico de la condición humana, pero no de Lara. Al menos no linealmente. Para intentarlo, habría que huir de maniqueísmos y literalidades.
Muchos aforismos, aunque distantes en el texto, se hallan conectados por debajo, por encima o por atrás. Leamos estos dos: “Una de las maneras de poseer algo es devaluarlo; esta subversión tendrá éxito si la necesidad o la presunción hacen acto de presencia”, y “El resentimiento suele ser vestigio del éxtasis”. Lara conoce que los extremos se tocan, que el odio y el amor se confunden, que Hollywood y el Realismo Socialista tienen bastante más puntos en común que los presumibles. Comparto plenamente ambas anotaciones: estaré loco, pero en no pocas oportunidades he sentido, por debajo de críticas feroces, una inaudita ira por no ser mi amigo, o por no haber escrito esas “lindezas” que pude escribir yo, por no tener mi suerte, etc. De modo que al menos yo recibo los ataques como caricias, y los agradezco. Hago caso a Lara, y me viene dando mucho resultado. En todo caso, como él mismo dice (o la voz que crea): “Más valdría no tener enemigos; pero si se tienen, preferible es que sea ilustre a tener un colaborador a la fuerza”. Esto es: la celebridad y el valor de mis enemigos dan fe de mi talento. Y aquí mismo hay que soltar las carcajadas, porque no queda de otra. Lara es justo lo que faltaba. Quien se ha decidido a gritar a los cuatro vientos aquello que, camuflado, se silba; aquello que se confía en los pasillos.

Nuestra voz conoce que el labrado del espíritu tiene un precio, que pensar con cabeza propia tiene un precio, que el talento se paga. Si necia es la egolatría, no resulta menos penosa la mojigatería. Cuando escribe que “Quien forja su espíritu pone precio a su cabeza” refiere el costo del crecimiento, del aprendizaje, del camino propio, de la iluminación emancipadora. Entre los personajes retratados, la temeridad. La voz; esa extraña, profunda, sensata voz, nos advierte que la temeridad es signo de inseguridad y de miedo: “Quien acosa, teme”. Claro que sí: quien persigue, teme; quien condena inclemen¬temente, teme; quien fustiga, tiene pánico. Este otro, sobre el valor de la resistencia, está dicho de manera preciosa: “La gran paciencia labora contra los escarnios como los atuendos contra el invierno”. Sabe Lara que no hay victoria mejor que la saboreada por el corredor de fondo; sin exabruptos, sin virulencia.
En oportunidades pareciera como si la voz lamentara que determinados fenómenos fueran como son y no de otro modo: “La libertad ideal sería aquella que no se ennoblece con sangre”. Se plantea como negación, pero cuanto interesa es lo que subterráneamente se afirma. La ideal sería la que no recauda sangre; pero la real, mal que nos pese, cuesta sangre. Visto está, con todo y nuestras ilusiones. La ilusión, la ficción nos protegen de la dura realidad; incluso en esto,
o sobre todo ante cuestiones tan relativas y determinantes como la libertad.
Nuestra voz no se queda jamás en la superficie; es como si todo lo hubiera vivido, lo hubiera atravesado. Para no parecer arrogante como lo mismo que critica, se protege en muchas ocasiones con la ironía que prefiere postular desde la negación. Véanse estos dos ejemplos: “La equidad no llegaría muy lejos si la inmodestia no la custodiara”; “Cuando quiero no dormir, busco lo que he hecho desinteresadamente por mi enemigo”. En particular, la segunda es sabrosa. Quien escribe tamaña desvergüenza tiene que ser un gozador, que está por encima del bien y del mal. En efecto, cuesta mucho retraerse y regalarse la filantropía de actuar en favor del enemigo. Vuelve a aletear aquí una sinceridad escandalosa, electrizante.

La desfachatez y la soberbia de la fastuosidad son registradas cuando se nos dice que “lo desestima todo, para asumirlo todo”. Y así es. El trasfondo hipócrita del melodrama, del sentimiento histriónico y teatral, queda apresado en la doctrina acerca de que “Una herida es un gran filón de sol, o una excusa para una contienda egoísta”. Aún más, la hipocresía del patetismo: “Si nos deshonramos es sólo para que nos encumbren en el podio ajeno”. Como se dice ahora mismo en la calle cubana: cuando nos deschavamos, palpita en el fondo el ánimo de gloria. De otra gloria, de cualquier gloria, a cualquier precio; no importa: Lo importante es la gloria. En el deschave está la gloria. La gloria eres tú: el lodo gustoso, elegido.
Nuestra voz desconfía, como lo hacía Oscar Wilde, de la imparcialidad. Se pregunta “¿Trae dicha, para el alma, la imparcialidad?”. Nuestra voz opina, como la de Wilde, que quien insiste en mirar para todos los lados, no aprecia ninguno de veras. El comprometimiento puede ser errado, pero asegura un resultado. La máscara de la imparcialidad, de la objetividad, y aún, otras hierbas, es atajo y no camino. Ceguera.
Hablando de luces y sombras, una de las zonas temáticas más interesantes, de esas que recorren por dentro el libro como savias sumergidas, latentes, pero manifiestas en su sistematicidad, se ocupa de una posible noción sobre el saber y el conocimiento. El conocimiento no es almacén acrítico, mera erudición acumulativa: Ciertamente, “hay muchas cosas que no quiero saber…”. Aparece aquí, temprano, una ética del conocimiento. El saber escoge, selecciona. El mundo arde de tal forma que más vale no conocerlo en plenitud. A veces, el desconocimiento protege. Eso se nos dice en verdad. No toda ceguera mata. Alguna, alumbra. En otro orden, la voz escrita por Lara reconoce el refinamiento que implica la dosificación de la inteli¬gencia. La inteligencia es una fuerza tan salvajemente intensa, que brota con tal envergadura y falta de comedimiento, que atemperarla es arte entre las artes: “Es de una gran espiritualidad, lo sé, saber esconder la inteligencia”. Aunque, al tiempo, el verbo esconder nos avisa de otra acepción; de hecho está enramada en el aforismo otra posibilidad aviesa.

En un plan filosófico todavía más hondo, la voz trata de entender los procesos, los ciclos de la vida; se los explica: “Es axiomático: cada experto no tiene más que un discípulo, y a este discípulo le tocará ser pérfido y alevoso, pues está predestinado a ser experto”. En una sentencia como esta, anida también otra figura psicológica: la muerte del Padre. Repárese nomás en la lucidez de la siguiente doctrina en relación con la trabazón orgánica, dinámica, entre objeto y sujeto: “El objeto venerado hipnotiza al venerador como lo sutil al sentido, hasta que se articulan en un solo centro. La función es lo incipiente que nace de esa alianza. Si el objeto venerado es vil, el venerador se vuelve impolítico. Cuando la alianza concierta al que la efectúa, resulta para él delectación. Cuando el venerador se une a la cosa venerada, descansa en ella”. Sobre esta definición se enracima otro de los viejos y caros temas de Lara: el vértigo de la seducción.
Deslumbra a la voz el claroscuro, los matices, esos segmentos intermedios que no son definitivamente una cosa ni la otra; pero conoce la voz, al propio tiempo, que por algo siguen existiendo alma y cuerpo, la noche y el día, la naturaleza y la cultura, lo femenino y lo masculino. Algún aforismo desautoriza la presunción progre de cierto pensamiento cansado que quiere parecer inteligente de desacreditar los binarismos: “Se ‘atesoran’ las apariencias, pero en el fondo, siguen coexistiendo las mismas disyuntivas: mimar o aplastar, guerrear o evadir, dominar o depender. Por lo tanto, conviene guardar las formas y discernir el trasfondo”.
Poco inquieta a la voz creada por Lara como los mecanismos del poder. Se nos dice que la ambición del poder es tal que necesita, llega a atentar contra sí: “A los poderosos les gusta ser ayudados, pero no superados”. Y que “todo incondicional es un usufructuario,
o procura serlo”. Desde luego, desde el instante en que se acepta la incondicionalidad, se vende el alma al diablo; se pasa a ser un Fausto sin Margarita.
Otra de las áreas recurrentes, cómo no, se detiene aquí y allá en los campos suntuosos y deleitosos del erotismo y el amor. Cómo no iba a permitírselo un degustador analítico y sensual de la seducción.

De entrada, hay una confesión turbada por la misma magnitud de la sensualidad: “…De no sé cuál seno jugoso se alimentan tantas de mis locuras…”. A la voz se le escapa la fuente de tanto desorden. Claro, esa fuente es ancha, frondosa, y no tiene acabamiento. Dos concreciones se aproximan a lo erótico de una manera espléndida: “En unos senos casi perfectos, casi bellos, se halla mi arte sin armas, e impide que la ayuda llegue a él”. Se entretejen acá al menos dos temas: la impotencia del sujeto frente a la abundancia y la invitación del objeto de adoración sensual, y la virtud fálica, de enhestadura, de emprendimiento, de penetración, que asiste al arte. Arte y falo son el uno pronombre del otro; atributos intercambiables. ¿Qué debemos entender por la “ayuda”? Eso lo dejo ya a mi lector; el laberinto de la interpretación es aquí bondadoso, juguetón, invitante también. El placer de la impotencia y la virtud eventual de la abstinencia, suscitados por (si bien no reducidos a) el buen y gran erotismo, quedan sintetizados en esta bellísima construcción: “Vale la pena estar de bruces, para ver por tierra a todos los demonios que buscan seducirme y apretarme al calor de dos piernas”. Dicho en lenguaje callejero: ante tanta invocación, ante tanta invitación, todo el mundo bocabajo.
Después de todo el retozo, después de todo el gozo, después del baile, otra vez el corredor de fondo: “Es superior el milagro del amor cuando sana la seducción”. Excepcionales los espíritus que siguen fundando y encontrando el amor aun luego de algo tan perturbador como la seducción, algo que cuando pasa, ¿sana? Hay que tener ¬pareciera legarnos la voz- ese aire de fondo, esa respiración profunda, que perdure después de algo tan abarcador como la seducción; después de algo que parece agotar el mundo.
Quien tanto se interesa por la seducción permanece, es claro, a dos pasos de la reflexión sobre el arte. Esa otra casa es penetrada con creces, y existe aquí, no menos, toda una teoría entrecortada, jadeante, sobre la belleza y el arte. La noción parte de la cultura y la sensibilidad supuestas por el reconocimiento de la belleza: “Quien juzga que el tubérculo lodoso es tan admirable como el aroma de la flor, ama”. Y continúa con otra observación de relieve, a propósito de los sentidos: “El único órgano infante siempre, para codiciar, es el ojo”.

¿Por qué engaña el ojo? Porque lee apariencias, las formas externas de las cosas. Por eso es siempre inocente: nos adentra, noblemente, en una naturaleza bastante más compleja, la que a primera vista se escabulle. Sin embargo, nadie le resta protagonismo: Todo comienza y “entra” por los ojos.
La voz de los aforismos se proyecta en relación con la radicalidad; diría incluso que en relación con la crueldad del arte: “El arte es la acusadora evidencia de que he destruido a medio mundo para hallar la efímera y vaga satisfacción de intuirlo”. El sortilegio del arte existe justamente de una devastación; en tal sentido, se parece al rango de la fastuosidad, que antes vimos. No hay arte sin fastuosidad; pero, en todo caso, se trata de un fasto austero, selectivo. Incluso notamos alguna aseveración alrededor de ciertas posiciones y posturas lamentablemente frecuentes en el panorama cultural cubano –como propias son, en general, de los pueblos jóvenes, interesados siempre en fundar-: “Hace el ridículo quien busca en la irreverencia lo sublime”. Es claro que lo hace, y lo desborda. Presenciamos aquí la fotografía de ese tipo de “artista” adolescente (aunque se trata de una actitud que rebasa al arte) para quien la ruptura, la demolición, la “experimentación” (doloso mito, además de doloroso), la insolencia, constituyen la base del ascenso a lo sublime. Eso, a fuerza de carica¬turesco y pueril, resulta grotesco. Hace falta vivir para comprender que ni siquiera la audacia más empinada se basta para rozar el arte. A merced de Lara, o de su voz aforística, o de ambos, el arte es sinónimo de dolor, prescindencia, sacrificio, consagración, desprendimiento.
Otras ocupaciones del mundo moral que importa a nuestro autor serían: la guerra, necia siempre y a veces necesaria; el riesgo de la conmiseración y la lástima; el fingimiento de consenso; el poder de la sugerencia; la impugnación del estilo. La voz estima que el estilo frena la renovación, en tanto se vuelve cómplice de la parálisis y la concesión.
Hablando de estilo, este libro lo tiene, y de qué manera. Hay un grupo de constantes importantes, que informan y alimentan la manera de construir de Lara: la tendencia a la aparente paradoja (y digo aparente porque en verdad me refiero al pensamiento complejo, que gusta explorar el valor de la contradicción, lejos de huirle de modo altanero); la recurrencia de un grupo de figuras, como la hipérbole, el retruécano, la paráfrasis de fábulas y topos culturales, la construcción esdrújula. La vocación por diferir lo sustantivo de la frase, que puede expresarse como aplazamiento del verbo o del sujeto del periodo. En tal sentido hay una especie de inclinación hacia el aliento barroco, propio de una revisión placentera de la poesía modernista; que se comprime entonces con el molde minimal del aforismo.

Aquí Lara vuelve a ser sinuoso, nunca lineal, y, al propio tiempo, conciso. Esa tensión entre la sintaxis barroca y la contundencia apretada del aforismo redunda en un muy apreciable valor literario. Otra de las contradicciones provechosas que nutren el estilo de Lara, nada concesivo, y que resuelven, a nivel de los aforismos, búsquedas que salpican el resto, pródigo, de su creación. Por esto también considero que el libro de aforismos se sitúa en la cúspide de cuanto él ha pretendido y ha logrado. Advertimos acá la proporción justa entre la belleza de lo que se dice y la belleza del cómo se dice. Deténgase el lector en esta sentencia: “Hay normas claras de comportamiento instruido, pero no por ello ha desaparecido el terrorismo del convenio; sencillamente, se ha vuelto más sutil”. En este aforismo la voz cifra la idea de la importancia peligrosa de la negociación. La negociación es inevitable, cívica, propiciadora; pero puede actuar como arma de doble filo, como coartada, como pábulo para el deslizamiento de la socarronería o la embestida escamoteada. Lo anterior es inseparable del modo como está planteado. “Normas claras de comportamiento instruido” es una construcción noble y notable; sintaxis elegante donde la hubo. Pero ya el sintagma “el terrorismo del convenio” se sienta en el cielo. El terrorismo del convenio: Qué bien dicho, y pensado, está eso. En este libro, Lara encuentra las palabras exactas, las palabras precisas. No revolotea a la caza del medio justo: Lo tiene a su alcance, y lo despliega además con la solvencia de quien posee la virtud de saber dosificar su inteligencia y su cultura. Y ya sabemos que es ese un ademán caro, un ademán culto y muy refinado; gesto apenas encomendado a los espíritus superiores.
Al menos cada década de su vida debería Lara publicar un libro de aforismos; producción que en definitiva no cesa nunca para él. En la presente interpretación, descubro el imán dotador, la médula de todo lo demás que consigue Lara: el don del pensador abstracto, que por lo mismo de entender los más liosos resortes de funciona¬miento del mundo y de la mente humana –y del afecto, es obvio-, puede entonces prodigarse en otros formatos, en otras convenciones culturales.

No me queda duda acerca de que Lara es un filósofo primero que todo, y de ahí irradia y varía todo lo demás. La forma aforística favorece la concentración de esa summa vitalísima que supone para él la meditación sustancial. Ya lo presumía en nuestras conversaciones, donde debíamos hablar siempre de pintura, y desandábamos siempre los caminos tortuosos, reconfortantes, complejos, de la condición humana, del infortunio, de la dicha, de eso sagrado y voluble que los humanos siguen nombrando la felicidad, del elogio de la locura, del ensayo sobre la ceguera o la luz. Aquí está, concentrado, el mundo de ideas capaz de fecundar todas las otras zonas de creación en que Lara se solaza. Por tanto, este libro tiene una importancia cardinal, si tratamos de colegir un centro posible para ese artista múltiple, dúctil, entero, que es Jesús Lara.
Queda Lara probablemente satisfecho después de un hartazgo de sabiduría, intuición y capacidad de conocimiento reposado, como lo constituyen sus hermosos y punzantes aforismos. Frente a ellos, lo advierto, se siente pavor, pudor, sobresalto, recogimiento. Están a punto de ser sádicos, siempre que nos someten a un brutal desnudo público, allí donde habíamos preferido el cómodo recato de la máscara, de la vestimenta, del teatro.
Llegado este momento, prefiero callar, para no caer en la vileza de la jactancia. Me percato, y asumo con disciplina de monje benedictino, la evidencia de que “Detrás de tantos argumentos casi siempre hay espíritu arrogante”. Hágase pues el silencio, como dignidad del espíritu; como ascetismo prudente; como frugalidad que enaltece lo que fluye.
Rufo Caballero La Habana, noviembre y 2009

domingo, 8 de agosto de 2010

Invitación

Hola amigos, les hago extensiva la invitación para que visiten mi muro en FACEBOOK, donde podrán conocer parte de mi obra mas reciente: MAKE BACON,  compuesta por pinturas e instalaciones, en su mayoría de técnica mixta y contando con la curaduría del crítico de arte Peter Ortega, quien en sus palabras de presentación de la exposición en San Francisco de Asis, definió la línea temática abordada por mí en esta ocasión como la violencia de las relaciones humanas.

Son diversas las emociones que provoca Make bacon, pero sin lugar a dudas impera la sensación del desgarramiento inducido por el dolor de existir. 


Haití es otro Guernica, un óleo sobre tela con formato de 230 x 950 centímetros, que cuenta además con cinco figuras volumétricas, sintetiza la violencia, la consternación, la angustia, el sufrimiento humanos y deviene obra emblemática de la muestra.